Después... ¿qué importa el
después?
Toda mi vida es el ayer
que me detiene en el pasado,
eterna y vieja juventud
que me ha dejado acobardado
como un pájaro sin luz.
Toda mi vida es el ayer
que me detiene en el pasado,
eterna y vieja juventud
que me ha dejado acobardado
como un pájaro sin luz.
de Naranjo en Flor,
un tango escrito por Homero Expósito.
Su nona era
argentina. Casi tanto como el dulce de leche. Pero era hija de italianos y por
eso, en el fondo de las tripas, se sentía un poco extranjera. Había aprendido a
hacer pizza en su casa, amasando con una dedicación singular. Estaba convencida
de que el secreto de una buena masa era la esponja que armaba mezclando
levadura con agua tibia, un poco de harina y algo de azúcar. Así preparaba el
fermento su padre y ella no tenía ninguna duda de que en ese ritual previo al
amasado estaba, como condensada, toda la esencia secreta de la italianidad de
su legado. La primera vez que vio levadura seca, en polvo, guardada en un sobre
hermético, se sintió frustrada. Pero el caos sobrevino cuando descubrió, a sus
80 años, un paquete de harina con levadura, lista para amasar. Fue entonces
cuando entendió que el mundo se iría rápidamente al carajo y que el futuro no se
presentaba para nada promisorio. Se murió un mes después.
La nona era,
justamente, la que le había dicho un día:
—El vino te va
a empezar a gustar al mismo tiempo que el tango.
“Nada, nada
queda en tu casa natal, sólo telarañas que teje el yuyal”, cantaba Raúl Iriarte
en un disco que sonaba más a púa que a otra cosa la primera vez que él tomó con
gusto un Cabernet. Jamás imaginó que su nona supiera tanto de la vida, ni que
tango y vino maridaran tan terriblemente bien. Sobre todo maridaba con el
Cabernet que era tan bueno para ahogar las penas que el tango despertaba. Tenía
23 años. Fue un tanguero y un chupista tardío. Esos eran sus dos vicios. En los
dos se moderaba. Más que nada por miedo.
“Cuidado con la
nostalgia”, solía decirle su madre de vez en cuando, sin mucho motivo aparente,
pero con una puntería inaudita. Su abuela padecía nostalgia y su hija, la hija
de su abuela, o sea su madre, la madre de él, estaba convencida de que la
tendencia a la enfermedad de la nostalgia era hereditaria y que ella, portadora
pasiva, la había transmitido al hijo. El hijo tenía –hay que reconocerlo–
tendencia a la nostalgia, por eso se cuidaba de darle demasiado lugar al tango
y también al vino. Porque el tango y el vino, que maridaban tan bien, le
generaban una saudade sutil, tan dulce como ponzoñosa.
Cuando la
añoranza es inoculada en exceso en el corazón tiñe todo de un barniz opaco, no
deja fluir el aire y asfixia. Erige una patria analéptica y mentirosa de la que
siempre se está exiliado y destierra las vísceras del momento vital donde uno
debería hacer pie. Él lo sabía, por eso se cuidaba del exceso de sus vicios. Tanto
se cuidó que un día los dejó. Dejo el tango y dejó el vino. Creyó –iluso– que con
ellos había dejado la nostalgia y sus peligros. Abandonó el pasado, cerró con
hilo y aguja los agujeros de su historia, cauterizó recuerdos y momentos, olvidó.
Creyó –idiota– que había vencido a la nostalgia y sus secuestros extorsivos.
Un día el
pasado vino a buscarlo. Arremetió de golpe. El pasado, todo el pasado, todo
junto, vino a buscarlo. Por carta, por teléfono, por correo electrónico, en
sueños, a la puerta de su casa, en persona, disfrazado de foto, de película, de
canción. Vino a buscarlo el
pasado y lo secuestró, se lo llevó para siempre. Porque eso es lo que pasa con
el pasado. Viene suave como el viento que susurra, disfrazado de recuerdo que
acaricia el corazón. Viene suave, y se devora de un tarascón el presente, sin
dejar más que un recuerdo, sin dejar más que un cuento, parecido al pasado,
pero de otro color.
Sólo puedo en honor a esta belleza admitir mis ojos húmedos.
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